Flores en su Entierro

«…dejó en herencia un verso de Neruda, un tazón con pestañas de papel flotando en el café» – Fito Páez y Joaquín Sabina

Creo que nunca he considerado la muerte. La muerte propia, por mano propia y con intención propia, en algún sitio oscuro, porque quien sería yo para contradecir la propiedades literarias de la muerte ? No estoy seguro si eso me hace cobarde, o valiente, si pierde belleza mi forma por no poder pensar en un final romántico para esto, sino esperar pacientemente la inclemencia del único destino del que podemos estar convencidos. Aun así, siempre me ha atraído demasiado el concepto de muerte. Del fin, del no despertar jamás, o del agonizante dolor y el infinito. No creo en la vida después de la muerte, ni en la reencarnación. Si llegan a existir, prefiero sorprenderme y no desilusionarme de ser el caso contrario.

Y es que entonces resulta que la realidad se me hace muy aburrida. No se cómo ser real, no sé cómo buscar una vida real, como intentar entablar una relación directa entre la voluntad física de las leyes de gravedad con mis verdaderos deseos y sentimientos. Aquí no llueven libélulas, los mares no son amarillos y no nacen árboles de un día para el otro. Si llegara a existir una vida después de la vida, y no resultara ser un espacio donde la voluntad y la creación humana sean reyes y reinas del castillo, también me deprimiría bastante. Hombres más grandes que yo han hablado de la voluntad humana, y ese concepto es la principal razón por la que no me creo los cuentos religiosos.

Por eso leo fantasía. Por eso escribo irrealidades, por eso genero pensamientos fantásticos, donde hay curas con cabezas de elefantes y pájaros de todos los colores en una boda universal y donde el inframundo es totalmente blanco, porque es más fácil hacerlo de esa forma y se nos acaba el tiempo.

A cada rato se nos anda acabando el tiempo.

C’est la vie